30 sept 2009

Coche número 4

Tal vez no creáis, estimados amigos, lo que os relataré en esta entrada. Por supuesto que comprenderé vuestro escepticismo. Tampoco yo daría crédito a una historia tan inquietante como absurda y de la que no ha salido la menor alusión ni en los periódicos ni en ningún espacio informativo. Aun a riesgo de ello, no me resisto a narrar el episodio, ciertamente inverosímil, que me sucedió este lunes.

Por la tarde me desplacé a Córdoba por cuestiones de trabajo: un viaje corto, de 14:30 a 21:30, que llevo a cabo 3 ó 4 veces al año. Como resido cerca de la estación de RENFE, me resulta muy cómodo utilizar el tren de alta velocidad, ya que el trayecto Málaga-Córdoba se reduce a poco menos de una hora. A eso de las ocho y veinte me situé en el andén dispuesto a tomar el convoy de regreso a mi ciudad. Vi aproximarse a la lanzadera por mi izquierda, desacelerando, culebreando en el cambio de agujas, barriendo el recinto con dos haces de luz que procedían de sus poderosas pupilas. Los pasajeros que aguardaban la llegada del AVE se levantaron de sus bancos o se acercaron hacia el borde. En tales circunstancias, no suelo ponerme en pie hasta que no descienden quienes se apean en Córdoba. Como no acarreo más que con el mini portátil en su funda, no tengo el menor empeño en conseguir espacio en el portamaletas. Sin embargo, de todos los vagones se bajaron unos cuantos viajeros menos del mío. En ese momento pensé en la circunstancia, para mí curiosa, de que ninguno de los ocupantes del coche 4 tuviese a Córdoba como destino. Pero aún más curioso me pareció que viniera vacío. En fin, busqué mi asiento, el 11-A, y saqué del maletín las gafas de cerca y el libro que había empezado a la ida: La esfinge maragata, de Concha Espina. Intentando sumergirme en la ficción que me proponía la escritora cántabra, no conseguía evitar que surgieran interrogantes en mi mente.

¿Por qué no había nadie? ¿Quizá salieron todos en Ciudad Real o en Puerto Llano? ¿Un equipo de fútbol? ¿Un grupo de escolares? Quién sabe. Y si no es así, ¿le merecerá la pena a RENFE una singladura con tan poca gente? Porque el gasto en electricidad necesario para mover tamaña masa de hierros ha de ponerse en un pico…

Al cabo de unas quince páginas me quité los lentes para dirigir la vista a través de la ventanilla. Partíamos de Puente Genil, donde el tren se detuvo unos instantes. Ya de anochecida, los cristales ahumados casi no permitían vislumbrar el paisaje. De ahí que se me antojase contemplar el exterior iluminado por las farolas de la estación. Fue entonces, antes de volver a la lectura, cuando advertí que había varias bolsas de viaje en las baldas superiores. Y también algún troller y prendas sueltas y un par de paquetes envueltos en papel de regalo. Ah, y una botella de agua empezada. Me surgió la duda. Imposible que todo el mundo se olvidiara su equipaje. Qué raro. ¿Estarán todos en el coche cafetería? Porque la luz de los servicios indica Libre. ¿Y si te acercas a tomarte un té?, ¿eh, Alberto? Así compruebas tu sospecha y estiras un poco las piernas, que te has pasado toda la tarde sentado.

El primer ramalazo de estupor lo sentí al accionar el botón de apertura de la corredera que comunicaba con el coche 3. No se abrió. Me desplacé al otro extremo. Su gemela tampoco amagó la menor obediencia. De golpe me atacó un sentimiento de soledad. Me hallaba , desconcertado, inquieto, viajando rumbo sur a bordo de un ferrocarril fantasma, con huellas de presencia humana, sí, pero por completo solitario. Sabía que en otros vagones había gente pues en Córdoba presencié cómo subieron. Sin embargo, no podía confirmarlo a ciencia cierta. Caminando por el pasillo descubrí un teléfono que reposaba en una de las mesillas desplegables. Cógelo, Alberto, tal vez averigües algo llamando a uno de los números de su agenda.
El Nokia, en modo filmación de vídeo, exhibía en su pantalla el mensaje de error Not enough memory. Seguro que su dueño lo dejó en medio de una grabación. Mírala, Alberto, atrévete a descubrir lo que se estaba grabando.

Tras el Play, apareció el rostro de un varón de unos veintipocos: no me grabes, Yoli, que me da mucho coraje: el joven manoteaba delante del objetivo en señal de protesta: ¿y por qué no, cari? si estás muy guapo. En off se escuchaba la voz de una muchacha, sin duda su novia, que sería quien manejaba el aparato. Por detrás del mozo se distinguía el decorado del coche número 4. En un instante dado, se percibió un politono y, a continuación, un grito espeluznante articulado con el timbre de una mujer aterrorizada. Renuncio a describirlo aquí. Cualquier intento por mi parte se quedaría corto. La cámara enfocó entonces a una señora madura, muy elegante, que fija los ojos en su propio móvil. Parece que lee un SMS. En sus facciones se adivina el espanto, la alarma, el temor. Vuelve a gritar. Los pasajeros la contemplan extrañados, pero no da tiempo a que nadie la ayude ya que ella sale corriendo de la escena. El ferrocarril debe de estar detenido en Puerto Llano. De inmediato suena otro teléfono. Y ahora es un chaval quinceañero el que profiere un alarido y abandona también el vagón como alma que lleva el diablo. ¿Qué pasa, cari? No lo sé Yoli, tranquilízate, seguro que no es nada… Pero la enigmática serenata de timbres y tonos, entreverados de chillidos histéricos y vociferaciones ininteligibles, no cesaba. Todo lo contrario. Uno tras otro, los pasajeros que recibían mensajes desalojaban el coche en estampida entre exclamaciones de pavor.

Admito que la visualización del vídeo me produjo escalofríos. Sobre todo, cuando es el muchacho, el novio de Yoli, quien recibe una llamada y descuelga y, al leer la pantallita de su Motorola, deforma los rasgos de su faz en un rictus estremecedor. Ahí se acababa la filmación. Como comprenderéis, queridos amigos, el resto de mi viaje lo pasé bastante asustado. Al parar el AVE en Antequera, dudé en si apearme o no. No atinaba a decidirme por ninguna de las dos opciones. Si descendía, quizá corriese la misma suerte que los pasajeros que me precedieron que, por cierto, a saber cuál fue. Y tampoco me hacía la menor gracia continuar el camino en la tétrica soledad de aquel recinto. El ferrocaril arrancó conmigo dentro. Seguía atrapado en el vagón número 4, atenazado por la incertidumbre. Ni Concha Espina ni mini portátil ni gaitas. Pasé la media hora que restaba de trayecto vigilando por la ventanilla, intentando adivinar por dónde íbamos, anhelando que llegáramos lo antes posible.

Ya en Málaga, abandoné la estación a la bulla, sin girar la cabeza, sin siquiera esperar a alguien de la tripulación para pedirle explicaciones. Me urgía alejarme de aquel terrible escenario que me hizo experimentar un miedo atroz. Lo más extraño de todo, apreciados lectores, es que ni el martes ni hoy he hallado la menor alusión al incidente. Ningún medio de comunicación menciona nada al respecto. Por eso os dije al principio que quizá no me creeríais.

27 sept 2009

Me doy de baja

Conocí a Sasi Alami en un acto de Ediciones Irreverentes en el que José Manuel García Marín nos presentaba sendos libros. Después he coincidido con esta simpática escritora en algunos saraos literarios, e incluso fuimos compañeros de página en Microantología del microrelato. De estos encuentros se ha generado entre nosotros un trato muy cordial.

Sasi lleva varios años cosechando éxitos al frente de distintos programas en la radiotelevisión marbellí. Para la temporada que ahora comienza, dirigirá el espacio La vida es bella, un magazine para noctámbulos que se emite de lunes a jueves entre la media noche y las 2 de la madrugada. Podéis escucharlo a través de Internet en el enlace que he dejado atrás.
Pues bien, Sasi me telefoneó la semana pasada para pedirme que me hiciese cargo de una de las nuevas secciones fijas, en concreto, la titulada Me doy de baja. En ella se trata de darse de baja de alguna actividad, de negarse a colaborar en algo, en aquello que produzca indignación. Acepté encantado, ya que a mí me encanta indignarme. Cada día, con la lectura matutina de la prensa, dedico unos minutos a la indignación. Pero que conste que es una indignación sana. Nada más saludable que experimentar una rotunda indignación mientras se saborea el té del desayuno.
Así que, queridos amigos de este blog, ya lo sabéis. Podéis encontrarme, aparte de aquí, en el programa La vida es bella. Os espero.

3 sept 2009

La gorda

(Este breve relato está dedicado a mi buena amiga Francis, In Memoriam.)

No sé si os he dicho en alguna ocasión, apreciados amigos, que al principio de los ochenta estuve destinado como profesor de matemáticas en el Instituto de Bachillerato Camilo José Cela de Campillos. Durante 5 años conduje a diario por la carretera que me llevaba desde Málaga a mi centro de trabajo. Total: 170Km entre ida y vuelta. Obvio que en tan dilatado periodo de tiempo las singladuras se tornaron insufribles. Hace poco que deambulé de nuevo por la misma ruta. Iba solo, escuchando Radio 5, la única de la que no se pierde la sintonía por más que se circule por la geografía española. Y conforme me acercaba a cierto cambio de rasante, dejé de prestar atención al reportaje que se emitía pues algo se activó en mi subconsciente, una rutina que adquirí de aquella época. En efecto, sin pretenderlo y pese a la soledad de la cabina, comencé a reír justo al sobrepasar un olivo que aún perduraba en la margen derecha de la vía.
¿Cómo se explica tan extraño fenómeno? Eso es lo que os narraré en esta entrada.

He de retroceder entonces unos lustros. A fin de compartir los gastos de combustible, dos compañeras que también vivían en la capital se trasladaban al Instituto en mi coche. El hecho de que Francis, la profesora de Latín, María Victoria, la de Lengua española, y yo compartiéramos tantas horas de trayecto provocó que entre nosotros se entablara una franca amistad. Nos unía la desgracia de que nuestras plazas se hallasen tan lejos de nuestras residencias. Los 3 experimentábamos idénticos madrugones de silla eléctrica, idéntica fatiga en jornadas de sol a sol, idénticos tiritones de frío al descender hasta los helados llanos de Antequera en un automóvil con la calefacción estropeada. Nos sumía el mismo tedio, el mismo cansancio, la misma congoja. Eso sí, acabamos por olvidarnos de los peligros de la ruta. Preocupados por entrar a tiempo a la primera clase, apenas si protestábamos cuando un turismo adelantando en sentido contrario me obligaba a dar un volantazo para arrojarme a la cuneta. En tales circunstancias, aquel de los 3 que tuviera menos sueño quizás articulase un será cabrón el tío, aunque sin inmutarse, sin casi balbucear una queja pese a haberse rozado el accidente mortal.
El caso es que poco antes de ese cambio de rasante al que me referí arriba, situado ya a pocas leguas del pueblo, nos espabilábamos poco a poco. En voz alta nos preguntábamos por si se repetiría el episodio de cada mañana.

¿Estará la gorda hoy, Francis? No sé, Alberto, llevamos algo de retraso. A lo mejor ya se ha ido. ¿A ver? No, no, ahí está, jaaaa, jaaa, ja. La gordaaaa, jaaa, ja, jaaa, ahí está la gordaaa. Jaaaa, ja, ja, sí es verdad, está en su mismo olivoooo, jooo, jo, joo. La gorda está en su olivoooo, jooo, joo, jo…Porque había un olivo a la derecha del camino en el que solíamos encontrarnos con una chavalita de unos 12 ó 13. Permanecía de pie en el arcén junto a otros 2 niños más pequeños que ella, a buen seguro sus hermanos. Los 3 sostenían sendas carteras. Los 2 más chicos se uniformaban de babero blanco a rayas verticales verdes. Evidente que aguardaban al transporte escolar.

¿La habéis visto?, jooo, joo, jo, ¿habéis visto cómo estaba hoy la gordaaa?, jaaa, ja , ja…, hoy ponía cara de reloj de péndulo, jooo, jo, jo. Sí, sí, jaaa, jaa, ja, hoy estaba graciosísimaaaaa, ¿verdad, María Victoria? Jaaa, jaaa, ja.

A la vista de la gorda estallábamos en incontenibles y estrepitosas risotadas que ya no paraban hasta Campillos. Era una risa contagiosa que salía de no sé dónde y la provocaba no sé qué. Y cualquiera que se uniese a nosotros 3 en el viaje se extrañaba la primera vez que asistía al evento. Sin embargo, en posteriores ocasiones ya no podría evitar el troncharse durante un buen rato para terminar con el diafragma dolorido y secándose los ojos con la manga.
La gordaaa, jaaa, ja, ja, ja…, ahí estáaa, la gordaaa, ja, ja…

Al entrar al Instituto, el resto de profesores, que solo tenían noticias de la gorda por nuestras referencias, se interesaban por ella. Hoy os veo muy contentos, ¿acaso os habéis topado con la gorda? Sí, sí. Ja, ja, ja…, hoy estaba graciosísima, jaaa, ja, ja. No recuerdo con precisión cuándo tuvimos constancia de que la gorda nos aguardaba allí, a la salida del Sol, temiendo el paso de un coche rojo repleto de carcajadas, con desfigurados rostros tras los cristales de las ventanillas que clavaban en ella sus miradas lacrimosas. La gordaaa. jaaa, jaaa, jaa…, ahí está la gordaaa, ja, ja… Ya la veooo, jooo, jo, qué malo eres, Albertoooo, jooo, jo jooo, le vas a provocar un trauma a la pobre chiquilla, jooo, jo, jo, ¿no ves la expresión con la que se nos queda mirando la infeliz? Ya lo sé, María Victoria, jaaa, ja, jaaaa, a mí también me da una pena espantosaaaa, jaaa, ja…, pero es que no lo puedo remediar, aahhh, jaa, ja, es que la gorda es tan graciosaaaa. Jaaa, ja, ja…
Hubo de engendrarse un mecanismo gradual hasta que nos percatamos de ella. Y tampoco nos explicábamos qué lo desataba. Tan solo la vislumbrábamos allí, con los libros bajo el brazo, para que comenzase el jolgorio. La superábamos a 80 Km/h, con la vista a la derecha, partidos de risa, intentando controlar los involuntarios espasmos abdominales. Y así un día tras otro.
¿Y la gorda? ¿Dónde está? Qué raro que no aparezca a su hora: solo se ve a sus hermanos: ¿habrá enfermado? No, no, Alberto, la gorda está allí, detrás del olivo: se ha escondido: joo, jo, jo: se ha escondido para que no la viéramos. Aaaahh, es cierto, Francis, ja, ja, ja, la gorda se ha escondidoooo, jaa, ja ,ja.

Porque durante unos días la gorda intentó ocultarse de la befa matutina. Inútil. Aquel paisaje no era apto para emboscadas. Terminó saliendo de nuevo a la cuneta a dar la cara. Ella no sabría por qué tenía que darla. Y nosotros tampoco. Pero todos sentimos que las cosas volvían a la normalidad, a la hilarante normalidad de las nueve menos diez.

2 sept 2009

Onironautas espaciales

Todo lo relacionado con los sueños me resulta fascinante. Si me despierto en el transcurso de uno de ellos, procuro repasarlo en mi mente repetidas veces con el objeto de memorizarlo, pues un sueño ya memorizado jamás se olvida. Y esto lo consigo incluso si me levanto de la cama y me dirijo al baño o a la cocina a beber un vaso de agua. Durante ese intervalo fronterizo en el que no llego a alcanzar por completo el estado de vigilia, otros sueños ya soñados surgen espontáneos en mi cerebro. Me asombro entonces por encontrar conexiones entre ellos, conexiones que me parecen muy lógicas y muy normales. Mis neuronas engarzan razonamientos que verbalizo con más seguridad aún que si me hallara despierto.

Hay que ver, Alberto, cómo nunca has caído en el nexo que relaciona el sueño de la procesión que acaba en catástrofe con el del tsunami que acontece a los pies del aquel gigantesco acantilado sobre el que reposa un hotel de 5 estrellas. Era de cajón que los 2 sueños constituían capítulos de la misma historia. Y qué facil pasar de este último a ese en el que una banda de cuatreros asalta tu antigua vivienda de calle Los Frailes. Y además de recorrer con enorme facilidad la nutrida base de datos de sueños ya soñados, soy capaz de elegir uno a voluntad, dormirme casi de inmediato y retomar el hilo en donde lo dejé.
Fascinante. Ya lo dije al principio: fascinante de verdad.

Por supuesto que he usado los sueños como material literario. De hecho, en Regina angelorum intervienen como parte fundamental del argumento. Y en mi última novela, todavía por publicar, incluyo una pesadilla que compartí con mi hermano Fredy cuando éramos niños. Ambos lo supimos muchos años más tarde. No recuerdo si fue él o fui yo quien comenzó a describir su pesadilla, pero el relato se convirtió en un mano a mano. Cada uno preguntaba al otro por los detalles que vendrían a continuación a fin de comprobar que no le estaban tomando el pelo. En absoluto: sendas pesadillas coincidían hasta en sus elementos más triviales. Sorpresa. Estupor.
Mas no os narraré aquí, queridos lectores de este blog, ninguno de mis sueños, sino uno que experimentó mi amigo Lucas. Hará una semana que me lo relató. Y a mí, qué queréis que os diga, me encantó. Se trataba de un sueño maravilloso, digno de plasmarse en letra escrita, un sueño igual de seductor que los que se leen en Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión, aunque sin elementos tan disparatados o absurdos como los usados por el genial escritor melillense. Intentaré reproducir la escena con fidelidad.

Lucas y yo nos sentábamos en los extremos antípodas de la mesa de una cafetería. Nuestras bebidas, una Coca-cola y un café con hielo, se acabaron pronto bajo el calor de una tarde de agosto. Llevábamos ya un rato hablando de cosmología cuando Lucas se decidió. Pues yo, Alberto, me acuerdo perfectamente de un sueño que tuve a los 8 ó 9 años. ¿Sí?, cuéntamelo, Lucas, por favor. Pues verás, estaba durmiendo, y de pronto comenzaba a flotar y me elevaba en el aire. Y ya desde el techo de mi cuarto, me veía a mí mismo en la cama, dormido. Así permanecí unos minutos, contemplándome a mí mismo. Me parecía muy natural la situación. Aquel que yacía era yo. Sin embargo, mi punto de vista era el del yo que flotaba. Y luego seguí subiendo por encima de la casa, volando y ascendiendo sin parar. Las cosas se veían cada vez más chicas. Y subía, subía y subía. Llegó un momento en que abandoné la Tierra. La vislumbraba desde el espacio, como si hubiera salido de una nave para dar un paseo espacial. Y yo estaba con las piernas y los brazos encogidos, así. Anda, Lucas, pues eso me recuerda a la última imagen de 2001, ¿no crees?, esa en la que aparece un niño en posición fetal rodeado de una esfera transparente y azulada. Seguro que viste 2001, una odisea espacial pocos días antes. No, Alberto, porque mi sueño no terminó ahí. Continué alejándome de la Tierra. Más lejos y más lejos. Y también dejé atrás el sistema solar. Volaba entre las estrellas. En ese instante, me di cuenta de que no llevaba ya el pijama, sino una túnica blanca. Después vinieron las galaxias. Las adelantaba encaminándome hacia no sé donde. Miré a mi derecha. Había una interminable hilera de gente, aunque muy espaciada, cada persona a bastante distancia de la anterior. Todas en línea. Todas con túnica blanca. Todas volando en el mismo sentido. Y a la izquierda igual. Otra fila se prolongaba infinita, inacabable, una ristra de siluetas blancas que se transformaban en puntitos con la lejanía. Y conforme avanzábamos, las galaxias escaseaban poco a poco, hasta el punto de que desaparecieron por completo. Solo estábamos nosotros, con túnica blanca, rodeados de una inmensidad de color negro. Y el negro era un negro, Alberto, mucho más negro que el de la realidad. Te lo aseguro. Imposible encontrar en el mundo de los despiertos un negro tan negro como aquel. Un negro negrísimo. Solo en un sueño se puede ver ese negro. Y lo mismo sucedía con el blanco de nuestras túnicas. Jamás, salvo que repita mi sueño, conseguiré toparme con ese blanco tan blanco. Infinitamente blanco. Entonces comenzó a aclarar algo en la dirección de la marcha. Me acercaba a algún paraje que se mostraba en principio muy blanco. Percibí que ese fondo blanco hacia el que volaba poseía el mismo blanco de las túnicas. Me aproximaba a algo tintado de ese blanco uniforme y sin la menor imperfección. Y al llegar al alcance de mi mano, quise extenderla para tocar el blanco. En ese momento me desperté. Me quedé sin saber qué había tras esa especie de pantalla fantasmal de color blanco.

Mi inteligente amigo Lucas no quiso dotar de explicación alguna a su sueño. Es lo mejor. Lo más sensato. La ciencia sabe muy poco de los sueños como para meterse en los berenjenales del psicoanálisis o, peor aún, en las especulaciones de los viajes astrales, de los que son tan amigos los paracientíficos o los místicos. Tan solo se limitó a articular una metáfora que me resultó muy llamativa. Cualquiera diría, Alberto, que en mi sueño viajé hasta el Big-bang.
Y en verdad que encontré su metáfora muy acertada. Qué suerte la de mi amigo Lucas, que ha viajado en sueños hasta el Big-bang.